Hace 10 años viajaba por negocios con cierta frecuencia a la sugestiva ciudad de Buenos Aires. Recuerdo que aterrizaba en Ezeiza siempre un domingo por la mañana, tipo 6:00 am, y me quedaba todo ese domingo libre para pasear o dormir luego del viaje de casi siete horas desde Maiquetía. En particular recuerdo una vez que apenas pisé Ezeiza me cayó una peste de esas tumba-gente. Y peor, era invierno; pero no cualquier invierno. Era el invierno Rioplatense, híper-húmedo, ventoso, de ese que te congela la medula espinal, del que te hace perder el tacto del lóbulo de las orejas. He estado en otras partes bajo nieve, pero como el invierno porteño no hay.
Siempre me alojaba en el mismo hotel. “En el centro de los acontecimientos” como me lo recomendaron, por allá en la Av. Corrientes justo en frente del Gran Rex. Así llegue al hotel esa mañana de Domingo, me registré y casi arrastrándome -a mí y a mi gripe- llegué hasta la habitación a dormir.
Me despertó el hambre alrededor del mediodía. Me miro en el espejo y me doy cuenta que estoy convertido en la versión trapito de mi mismo. Me toqué la garganta, tragué fuerte y concluí que un gremlin parasitaba mi faringe cómodamente. -Pero tengo hambre, tengo que salir a comer- me dije. -¿A dónde ir? No estoy como para ir a almorzarme un bife de chorizo a Puerto Maderos. Ah, ya sé. Voy a pasar por donde el gallego-. El gallego era un perrero –sí, de perros calientes- que tenía un puesto ambulante al final de Lavalle. El tipo llegó de adolescente a Venezuela, se pasó diez o quince años allá y luego migró a Buenos Aires. Así pues, me armé de valor, me puse no sé cuantos suéteres encima, y yo y el gremlin que me habitaba la garganta tomamos rumbo a Lavalle.
La ruta Corrientes-Florida-Lavalle es un clásico de casi cualquier arte que uno se pueda imaginar. Allí pasa absolutamente de todo, y en efecto de todo vi pasar allí a través de los años; pero ese día, en una matiné de domingo no era el horario todavía de los animales más exóticos. Esa era más bien la hora de las conversaciones en los cafés, de las tiendas abriendo, de los restaurantes populares y sus olores, de las radios voceando: “...temperatura en la ciudad: 2 grados… sensación térmica de -4…”. El viento pegaba fuerte y yo sentía que mi tabique nasal se convertía en titanio. De repente me acorde que le había dicho al gallego que le iba a llevar queso rallado para mejorar esos perros la próxima vez que viniera, así que me detuve en un supermercado y lo compré.
Este gallego tiene unos cuantos años en Argentina. Venezuela –decía él- es su segunda patria así que cuando me ve se transforma. Así pues, me puse la mano como haciéndole un techo a la boca y le grito en caribeño rabioso: -¡eeesse gallego!-. El tipo pego un salto cuántico del susto: - ¡Chamo, me asustaste!-
– Mira gallego lo que te traje, queso, quesito rallado para que mejores esos perros.
- ¡Sos un boludo chamo! Aquí no comemos eso. Los panchos son sólo salchicha, pan y salsa.
- Sí hombre. Mira, dame un perro, o un pancho como les dicen aquí.
En eso otro cliente llegó, pidió un pancho y se acomodó entre nosotros. Y el gallego me dice:
-Chamo, no te ves bien. ¿Qué te pasa?-
-Peste gallego, gripe- le dije mientras me señalaba la garganta de cerca haciendo el gesto de degollación de los emperadores romanos. Enseguida le pregunte: -¿que será bueno para esta peste gallego?-
Fue allí cuando una voz de ultratumba, añejada con toneladas de tabaco y macerada en flema, entre bajos y reverberos nos dijo:
-Rivofedril de 500. Comprálo y tomá una tableta cada 8 horas-
Era el otro cliente del gallego. No le entendí bien por lo atropellado de la voz y le pregunte:
- Disculpe ¿cómo dijo? Anótame ahí gallego, que yo estoy comiendo-.
- Rivofedril de 500, loco. Tomá 2 tabletas ahora y luego una cada ocho horas y verás cómo mañana no te acordás del desgraciado resfriado ese pibe, vas a quedar nuevito-.
El gallego tomó un bolígrafo, una servilleta, y dice: - ¿Rifoldrina de 300, no?-
- No, no. ¡RI-VO-FE-DRIL! Y es de 500, che- dijo el amigo porteño y tose, regurgita, escupe a un lado, y para terminar le pega el último mordisco al perro-pancho.
- ¿Y como se escribe eso tío?- preguntó el gallego.
- ¡Qué sé yo, che! RI-VO-FE-DRIL, como suena, apuntálo bien. Y dame otro pancho por favor- dijo el tipo con su reverberante voz. Y fue allí cuando el gallego dijo algo que nos rompió los esquemas a todos:
- Tío: ¿y eso se escribe con “B” de Barquisimeto o con “V” de Valera?
Ya aquí yo me estaba exasperando. ¿Cómo este gallego del carajo le va a preguntar eso a un tipo que en su vida jamás ha escuchado hablar de esas ciudades? Pero el tipo responde:
- ¿Va..va.. qué? Mirá, ¡qué sé yo, che! Ri-vo-fe-dril, con “v” de… de… Velez Sarsfield- dijo el tipo mientras tosía, tosía que hacía temblar el carrito de perros calientes, tosía hasta quedar morado. El gallego le da el otro pancho y le responde:
- Gracias por la gauchada che. Ya tengo el nombre correcto-
El tipo se despidió y se fue comiéndose su perro caliente. Allí le dije al gallego: - Bueno gallego, menos mal que me anotaste el remedio en la servilleta, así voy a poder curarme y quedar igual de saludable que el señor- Y en esa el gallego me dice angustiado:
-¡Coño’e la madre chamo! Le di la servilleta al señor con el último perro ¿Cómo era que se llamaban las pastillas esas?
No sé ni contesto. Inventé un ataque de tos, me llevé las manos a la cara y podría jurar que se me salieron un par de lágrimas en ese momento.