Siempre lo he dicho y lo sostengo: todo lo que he hecho en esta vida se lo debo a una mentira. A una mentira oportuna, sabia, llena de ilusión -y sin duda- carente de ingenuidad. Mi papá siempre me repetía cuando niño: “mira chamo, cuando tú seas un líder, tienes que saber cómo tratar a la gente…” y por allí se extendía. O afirmaba: “…porque cuando seas un profesional y estés a cargo…”. Y así me fue llenando de afirmaciones positivas. Él daba por sentado que yo llegaría muy lejos, que tendría éxito porque tenía con que, porque sí, y punto. Y yo me lo creí.
El éxito es un concepto difícil. Es algo muy subjetivo. Mucha gente lo asocia con bienes materiales: el auto o la casa de mis sueños, dinero (o gastarlo a manos llenas); otros lo relacionan con formas espirituales: familia, amigos, paz interior. Hay quienes lo atañen con aspectos más corpóreos: apariencia física, poder, control, reconocimiento público. Lo más probable es que cada quien tenga una combinación de estos. En este momento pienso a futuro en cuál sería mi combinación y se me vienen a la mente cualquier cantidad de cosas transcendentales. En cambio, si miro atrás y recuerdo los instantes en los que me he sentido realmente exitoso, encuentro que no son momentos particularmente elevados. No son momentos ni familiares, ni siquiera muy públicos, son más bien instantes muy personales. Por alguna razón los delirios de éxito son siempre eso: chispazos de personalidad más o menos viscerales.
Por ejemplo, cuando tenía pocos años de graduado, era ingeniero pero trabajaba en negocios –alguien tenía que llevar la tecnología a las empresas ¿no?- y viajaba mucho. Recuerdo una vez que hice un Caracas-Munich-Bogotá-Lima como en dos semanas. Al levantarme en el hotel en Lima, abrí los ojos y me abrumó el cansancio, mezclado con el desarraigo, con la modorra, con el pisco sour de la noche anterior, y me sobrevino la duda existencial: “¿y dónde coño estoy…?”. Me reí de mi mismo mientras me levantaba, me pareció deliciosamente Cool no saber por un instante en que país me encontraba, porque había viajado mucho, porque estaba allí para hacer negocios, porque supuestamente me iba a ir bien. Y al asomarme a la ventana y ver la vista sobre Lima, cual delirio del Chimborazo, cual Napoleón en Montmartre, en ese instante me sentí exitoso; me creí –sin que las ruedas del carro chillen- un James Bond. Muchos años me faltaban allí para inclusive saber lo que era hacer negocios de verdad, en particular como se hacían en America Latina. Igualmente mi juventud no me dejaba digerir las inconveniencias de vivir entre aeropuertos y hoteles. Pero claro, yo todavía no entendía nada de eso en aquel episodio de grandilocuencia introspectiva.
Varios años después me tocó vivir en Brasil por un corto periodo. Que de tiempos turbulentos en São Paulo. Al principio me pegó y juro que emulaba la estampa del pobre tipo que va dándole pataditas a la lata en el fondo del callejón. Todavía soltero, con mucho trabajo y relativo poco tiempo libre, me refugié en la lectura. Leí novelas, cuentos, ensayos políticos, filosóficos, de todo. La sociedad paulista era mucho más pujante y alentadora de valores artísticos y espirituales de lo que nunca fue Caracas. Varias veces experimenté que al terminar la última página del libro y cerrar la contratapa, yo ya no era la misma persona. Y así me conquisté a mí mismo, y una vez más la sensación de éxito me embargaba, pero esta vez mucho más dulce, más espiritual, menos material, pero -se me antoja- más tangible. Mucho de lo que soy hoy –y muchas de las palabras que he vertido en este espacio virtual- vienen de esa época. Sin embargo, el tiempo me enseñaría luego que siempre se abre una brecha entre lo que uno vívidamente sueña y lo que se puede realizar, y que el truco está en saber la diferencia. Como leí una vez –de esa época-: “cabeça nas estrelas, pés no chão” o “cabeza en las estrellas, pies en la tierra”.
Hoy en la víspera de mi cumpleaños, reflexiono que el tiempo lo hace a uno menos proclive a esos destellos de éxito personal. Hoy la familia y en particular mi hija lo es todo. Una hija como Viv ocupa todas nuestras energías. Viv va al colegio, y en las tardes y fines de semana hace gimnasia, ballet, natación. Le gusta socializar con sus amiguitas, dibujar, practicar matemáticas; lee al menos dos o tres libros por semana por pura diversión. Es una estudiante excepcional y nunca se cansa, siempre está haciendo algo, preguntando, curioseando. Lo que más me sorprende es el entusiasmo y pasión que le pone a todo lo que le gusta. Y es así como obtiene resultados destacados. Sinceramente, cada vez que me siento cansado como para hacer algo, me acuerdo de la pasión y energía de Viv y me doy aliento.
Pero discúlpenme tanta letra y tanta vuelta, cuando desde el principio lo que quería decir era algo muy sencillo: se me antoja ahora que el éxito más grande que yo haya podido alcanzar es que mi hija hoy sea un ejemplo para mí, en vez del modelo clásico que yo sea el ejemplo para ella. Gracias por ese regalo de cumpleaños; no sé si me lo merezco, pero lo aprecio entrañablemente. Gracias.
jueves, noviembre 19, 2009
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